Cuentos, frases y pensamientos cortos
Las frases y pensamientos, son explosiones espontáneas buscando ese lugar entre la verdad y la mentira.
domingo, 3 de febrero de 2013
martes, 4 de diciembre de 2012
Un corazón para Rosalía
Los pasillos del hospital
padecían a diario el mismo paisaje atestado de grises y blancos y ese olor a
enfermedad, inquilino infaltable de los rincones.
La figura de Rosalía parecía extraída de otro contexto, en su andar armonioso
regalaba alegrías a las desesperanzas que sentadas en los mullidos banquillos,
esperaban su turno.
Se graduó con honores en la Facultad de
Medicina y ejercía su profesión con la vocación que llevaba en la sangre, su
padre había sido un eximio médico castrense con un profundo amor a su profesión,
al punto de haber entregado su vida a
ese servicio, cuando su patria así se lo requirió en una guerra que a ella le
fue ajena por ser muy pequeña. Su madre había fallecido hacía tres años de un
tumor maligno que ocasionó varios auto reproches de su parte, por no haber
podido hacer nada por ella. De su padre conocía los relatos que su madre a
diario le repetía sobre su apuesta figura y sus enormes principios humanos y
solidarios que poseía.
Los enfermos y pacientes la
amaban por esa sonrisa y el trato ameno que les regalaba. Siempre la palabra
justa, siempre ese momento dedicado.
María era su vecina y paciente
asidua del hospital, padecía su vejez a puros dolores y quejas y encontraba en
Rosalía el bálsamo diario a todos sus males, al igual que Jesús, jubilado
changarín, al que le conseguía las muestras gratis de los remedios para su
artrosis, y así una innumerable lista de personajes a los cuales Rosalía les
hacía más fácil la vida. También estaba ese hombre del cual nunca supo el nombre,
pero que todos los días le dedicaba unos minutos para conversar. Él estaba
postrado en una silla de ruedas pues le faltaban las dos piernas, muy desprolijo
en su cuidado personal, barba cana y pelo enredado por el viento y el tiempo,
ese tiempo que parecía vivir entre sus arrugas. En su pequeño bolso atesoraba
unos pocos harapos. Disimulado entre la gente, esperaba ese momento con
Rosalía, la que además de hablarle de sus cosas y su vida, le conseguía la comida
que le ayudaba sin dudas, a sobrevivir.
Todos los días parecían ser un
calco del anterior, la monotonía se rompía en sus días de franco en los que
aprovechaba para compartir con sus amigos y distraerse de su stress diario.
Ese fin de semana decidieron ir
a bailar, no tenía novio, un desengaño amoroso allá por los veinte hizo que le
pusiera pausa por el momento, al enamoramiento, así que divertirse le venía muy
bien.
Esa noche después de unos tragos
y varios cigarrillos, le pidió a su amiga Jackie ir juntas al baño.
-Qué bárbaro que lo estamos pasando. –Dijo Jackie. ¿Es que todavía no te
has dado cuenta de cómo te mira Rubén, eres tonta o qué…?
-Sí, me di cuenta…, pero en realidad por ahora no me interesa, además yo
no la estoy pasando demasiado bien…
-¿ Por qué, te cayó mal algo que dijimos…?
-No Jackie, no es eso. Yo no me siento bien, tengo un cosquilleo en el
cuerpo y una molestia en el pecho. ¿Me acompañarías a casa?, me quiero
recostar.
-Claro que sí Rosalía, llamo un taxi y nos vamos, ¿O le puedo decir a
Rubén que nos lleve?, ja ja…
-No amiga, por favor, no tengo ganas de aguantarlo, vamos solitas, sí…
Llegaron a su departamento y después
de sacarse las sandalias se tiró en el sofá, la cabeza parecía estallarle y esa
opresión en el pecho se hacía cada vez más aguda.
-¿Te traigo algo de tomar? –Dijo Jackie.
-No amiga, si no te molesta llama otro taxi y vayamos al hospital, está
de guardia Roberto, él sabrá
decirme lo que me pasa…
-¡Estás toda transpirada! -Exclamó Jackie. Aguanta diez minutos y estamos
allá.
Al entrar al hospital Rosalía se
desvaneció cayendo al suelo pesadamente ante la mirada de sus colegas,
enfermeros, y los pacientes de siempre incluido el de la silla de ruedas.
Todo el mundo allí presente
corrió en su ayuda. El camillero fue más veloz que nunca y en un suspiro estaba
en el consultorio.
Las almas sentadas en los
banquillos aguardaron en elocuente silencio la espera de alguna novedad. Las horas se
hicieron enormes, y aún así, nadie se movía de sus lugares.
Pasaron seis largas horas y por
la puerta vaivén del fondo, a tranco pausado y la cabeza gacha, se lo ve venir
al Dr. Roberto y sin que se dé cuenta estaba rodeado de preguntas ávidas de una
respuesta.
-¿Cómo está? –Preguntó María.
-¿Va a estar bien? –Preguntó Jesús.
-¿Qué tiene? –Preguntó el hombre de la silla de ruedas.
-Nada bueno. –Dijo el Dr. Roberto. Terminamos de hacerle unos estudios y
tiene una deformación congénita en el corazón y es intratable.
-¡Pero algo se debe poder hacer! –Exclamó María.
-En realidad, las expectativas no son muchas. –Dijo el Dr. Roberto. Urge
un transplante, y tiene que ocurrir en las próximas veinticuatro horas, de lo
contrario las posibilidades de muerte son muy altas.
El mudo silencio se adueñó del
pasillo tras los pasos de Roberto. Las miradas de todos se entrecruzaban
buscando una explicación. Despacio, cada uno volvió a retomar su lugar prestos
a empezar una vigilia.
Cada tic-tac del reloj era un
plomo cayendo desde las alturas. Menguó el día y las preguntas sin respuestas
seguían rebotando por los pasillos.
A pocas horas de cumplirse el
tiempo dicho por el Dr. Roberto, irrumpe corriendo otro médico y a los gritos
exclama - ¡Se consiguió el corazón para Rosalía!.
El asombro fue grande y
comenzaron las plegarias, la operación sería larga y complicada. Los ojos no se
despegaban del reloj mientras María ya le había dado varias vueltas a su
rosario. Por los pasillos no se movía nadie y la expectativa parecía tener
cuerpo.
Después de nueve horas aparece
el Dr. Roberto y antes de que lo ataquen, dijo:
-Salió todo bien, de acuerdo a lo que creíamos, solo resta esperar que el
pos-operatorio evolucione satisfactoriamente.
-¿Pero va a estar bien Doctor? –Dijo Jesús.
-Sí Doctor ¿Cómo va a estar? –Dijo María.
-Tenemos que esperar setenta y dos horas que es el periodo más crítico
para saber si el cuerpo acepta y es compatible al transplante, así que María…, seguí
rezando.
Los tres días estimados pasaron
y la suerte quiso que Rosalía evolucione favorablemente.
Cuando la noticia corrió por los
pasillos todos gritaron y saltaron de alegría, haciéndole llegar a ella ese
cariño.
Pasó una semana de la operación
y ella se sentía cada vez mejor, hasta parecía con las ganas reanimadas.
-¿Pasó ya el susto? – preguntó Roberto a Rosalía.
-Sí amigo y colega…ja ja. ¿Estuve cerca no?
-Sí, bastante cerca diría yo. De no haber sido por ese corazón que
apareció justo a tiempo, estaríamos hablando de otra cosa.
-Eso quería preguntarte, ¿Cómo fue todo eso?
-En realidad, estábamos esperando el momento justo para contártelo, que
te sientas bien y yo creo que este es el momento. Todo fue un acto de
solidaridad increíble hacia vos, nosotros todavía no salimos del asombro. La
verdad Rosalía, es que alguien se quitó la vida para donarte el corazón, sé que
suena terrible, pero es lo que sucedió.
El silencio se adueñó de la
sala y la mirada de ella expresaba todo lo que su interior sentía hasta que
explotó en un llanto en los hombros de Roberto.
-¿Quién era?, por favor dime. . .
-¿Recuerdas ese hombre de la silla de ruedas?
-¿No me digas que fue él?
-Si Rosalía,
parece que el hombre tenía un arma y con ella se quitó la vida para salvar la
tuya, al acudir nosotros ya no hubo más nada que hacer y en su mano tenía una
nota que decía “Mi corazón es para Rosalía”.
Los dos se quedaron mirando por un largo
instante, nadie parecía querer decir más.
-También dejó esto para vos. –Dijo Roberto, entregándole el bolso del
hombre donde guardaba sus pocas pertenencias.
Rosalía
lo abrió despacio hurgando con sus dedos el interior, extrajo dos medallas de
plata de las que otorga el ejército, en una rezaba la siguiente leyenda “Por su
valor extremo en combate” y en la otra “Soldado herido en combate”, siguió
buscando y halló una fotografía suya de cuando era pequeñita y en su reverso
una cita . . . , “Te dejo mi corazón, te pertenece”.
Osvaldo
martes, 13 de noviembre de 2012
lunes, 10 de septiembre de 2012
martes, 4 de septiembre de 2012
sábado, 25 de agosto de 2012
La promesa
La vida de Moris era como la de muchos otros, transcurría sin grandes
sobresaltos que no iban más allá de no llegar, a veces, a fin de mes con el
escaso salario que cobraba en la fábrica de zapatos, en la que hacía treinta y
cinco largos años que trabajaba.
De lunes a sábados era el
mismo recorrido, el mismo tren, el mismo banco. De memoria conocía cada dibujo
que yacía envejecido, en las baldosas del andén. En el viejo reloj a cuerda,
las agujas marcan las seis, pisa con su suela y la mirada su tercer cigarrillo.
El eco del tren le dice que un día más comienza. La rutina de su trabajo,
dejará seguramente, otra huella en sus curtidas manos.
El vaivén del tren remueve sus
recuerdos, esos que lleva colgados en su piel y que de tanto en tanto, le
arrancan una lágrima. El recuerdo de Elisa es muy fuerte, como fuerte es aún su
amor por ella. Han pasado diecisiete años de su muerte, diecisiete años que esa
maldita enfermedad la arrancó de su lado, tantos años preguntándose, ¿por qué?,
tantos años echándole la culpa de vez en cuando, a ella, por no haber cumplido
su promesa.
- ¡Me lo prometiste Elisa!... (Se decía para sí), me prometiste amarme
por siempre y te fuiste, me dejaste solo en la compañía de tu recuerdo, y ya no
sé qué hacer con él.
La rutina le pasaba por al
lado, solo ese goteo constante del recuerdo de su amor lo mantenía vivo. A
veces, mirándose las manos sentía que en sus yemas aún yacía la suavidad de esa
piel.
El silbato sonó a las dieciocho,
era el final de su jornada y el comienzo de su vuelta a casa. El cigarrillo se
hacía cada vez más ácido en su boca, pero él sentía el placer de su compañía
mientras esperaba el tren del regreso. Su mirada a menudo se perdía entre los
árboles de la estación mientras masticaba el cansancio de sus huesos.
Por el rabo de sus ojos
observo como de la portada del andén se dirigía a su banco esa mujer. Clavó en
ella su mirada y en esas treinta baldosas que los separaban, la imagen de Elisa
lo inundó. El modo de caminar, sus formas, su pelo alineado, que llegaba al
borde de sus hombros, esos labios prolijamente rojos y esos ojos negros como el
basalto, que adornaban ese rostro perfecto.
-No puede ser… (Se dijo), ¡es ella..!. Debo estar enloqueciendo.
-Perdón…, buenas tardes… ¿me puedo sentar...?
Esa voz recorrió cada poro de
su cuerpo y sus vellos se erizaron como poniéndose en guardia. Sostuvo el
aliento, hasta poder contestar.
-Sí…por supuesto…, siéntese. ¿Viaja…? ...no la he visto nunca por aquí…
La sonrisa de Elisa parecía
haberse adueñado de esa boca.
-Si…, es que soy nueva por estos lugares… ¿y usted…?
-No…yo no… hace treinta y cinco años que hago este recorrido, trabajo en
la fábrica de allí enfrente y voy tres estaciones más adelante. ¿Y usted, que
hace por estos lugares…?
-He venido a buscar a alguien pero aún tengo que esperar un poco.
Le costaba entablar una
conversación porque el asombro, le anudaba la lengua.
Sin darse cuenta el tren había
arribado y estaba a punto de emprender la partida, sonriéndose los dos, a las
corridas lo abordaron, y el destino quiso que hubiera dos asientos vacíos
juntos. Allí continuaron la charla que habían comenzado.
-Así que a buscar a alguien, que interesante… ¿algún familiar…?
-Algo así…es muy importante para mí…., pero no hablemos de mí, cuéntame,
aparte de hacer zapatos ¿qué más haces…?
-Nada que merezca contarse…, vivo solo con una mascota, que seguro me debe estar esperando para que le dé
de comer.
-¿Y por qué solo…? ...alguien como tú, con seguridad es merecedor de una
buena compañía, pareces un buen hombre, se nota en tu mirada, tus manos también
dicen que eres trabajador, ¿por qué has elegido la soledad…?
-Es que yo no la elegí, sin quererlo se enamoró de mí hace diecisiete
años y desde entonces es mi compañera.
Un esbozo de sonrisa surcó sus
labios a la vez que una lágrima amagó a salir de sus ojos. Hablando con esa
mujer, que tantos recuerdos le traía de su Elisa, era igual, y no podía creer
la situación de estar compartiendo con alguien así, sus recuerdos. Siguieron
conversando, pero el devenir de la marcha del tren le estaba marcando el final
de su recorrido.
-Bueno…, yo bajo aquí, vivo a tres cuadras… ¿Nos volveremos a ver…?
-Sí…con seguridad que nos encontraremos de nuevo…Adiós…
En esa sonrisa y en esa
mirada, sintió una caricia.
-Adiós…
Se quedó parado a dos pasos de
la formación mientras la veía partir y saludaba un poco tímidamente, aquel
rostro que detrás del vidrio le sonreía. Taciturno, sin encontrar alguna
respuesta de lo ocurrido, caminó esas tres interminables cuadras con la imagen
de esa mujer que le daba vueltas en la cabeza. Recordó cada una de sus palabras
y en cada una y en cada gesto, estaba la imagen de su amor, su Elisa.
Le costó embocar la llave en
la cerradura, al abrir la puerta su gata
lo estaba esperando, y en el ronroneo parecía decirle que lo extrañó. Calentó
la comida que le había sobrado de la noche anterior y se sentó a comer y
degustar el vino que todas las noches lo acompañaba antes de irse a descansar.
Hoy no encendió el televisor…, prefirió el silencio. La comida se hizo ancha en
su boca, no tenía apetito, la convidó a su gata mientras le acariciaba la
cabeza.
Salió al patio a fumarse un
cigarrillo y entre la niebla del humo y el maullido de gatos por los techos que
le ponían un marco a su soledad, miraba las estrellas, buscando la que más
brillara, pues ahí estaba ella, tal vez para entre esas conversaciones
nocturnas, preguntarle una vez más por qué no había cumplido esa promesa de
amarlo por siempre.
-¿Cuánto más te lloraré Elisa…? ...¿Cuánto más debo esperar para verte…?
Las sombras ganaron su espacio, era hora de dormir, mañana lo esperaba
otro día igual a todos los días. Pero muy dentro suyo ansiaba volver a ver esa
mujer, y como nunca deseó que las horas corrieran rápido.
El despertador como siempre
sonó temprano y su gata a los pies de su cama le daba la calidez de un saludo.
Desayunó de prisa y salió más temprano que tarde rumbo a la estación. Esta vez
fueron cinco cigarrillos que lo separaron de la llegada del tren. La rutina del
trabajo fue hecha de memoria y al sonar el silbato ya estaba casi a las puertas
de la fábrica. Corriendo llegó al andén y se sentó en el mismo banco que fue
testigo de su soledad por tanto tiempo, esperando sin reconocerlo, la llegada
de esa mujer.
Sus manos transpiraban nervios
y uno a uno los cigarrillos se consumían. Los minutos de espera eran eternos en
su ansiedad. Se le nubló la vista y un ardor profundo pareció quebrarle el
pecho. Sus manos casi sin fuerza apretaban lo que parecía iba a estallar,
faltaba el aire…, faltaba la vida.
Se vio parado a cinco pasos de
su banco, observando como un grupo de personas lo trataban de reanimar. Su
desgarrado corazón no quiso seguir latiendo. Atónito, presenciaba su muerte.
Entre esa incertidumbre, la
vio llegar…, hermosa como ayer, a la misma hora, entrando por el mismo portal.
Cruzaron las miradas y ella
caminó hacia él…, eran treinta baldosas que esperó en silencio. Ella le
acarició el rostro y él impávido la miraba.
-Moris…, soy yo, Elisa…, tu Elisa…
Sintió que sus pies pisaban el
aire y que el peso del dolor, ya no existía.
-¿Como que eres Elisa…? (y estalló en un llanto).
-Sí amor…, soy yo…, he venido a buscarte…
No encontraba palabras, no
encontraba respuestas, solo balbuceaba entre lágrimas.
-Tanto te he esperado… ¿por qué me dejaste solo…?
-Nunca estuviste solo Moris, yo siempre estuve contigo…, ven…, ven
conmigo amor mío. Yo nunca rompí la promesa, eternamente serás mi amor.
Se fundieron en un abrazo y
desaparecieron entre la gente que hablaba y gesticulaba por la muerte de ese
hombre en el banco de la estación.
El silbato del tren retumbaba
en el andén, y todos los demás…, siguieron con sus rutinas.
OSVALDO
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