Los pasillos del hospital
padecían a diario el mismo paisaje atestado de grises y blancos y ese olor a
enfermedad, inquilino infaltable de los rincones.
La figura de Rosalía parecía extraída de otro contexto, en su andar armonioso
regalaba alegrías a las desesperanzas que sentadas en los mullidos banquillos,
esperaban su turno.
Se graduó con honores en la Facultad de
Medicina y ejercía su profesión con la vocación que llevaba en la sangre, su
padre había sido un eximio médico castrense con un profundo amor a su profesión,
al punto de haber entregado su vida a
ese servicio, cuando su patria así se lo requirió en una guerra que a ella le
fue ajena por ser muy pequeña. Su madre había fallecido hacía tres años de un
tumor maligno que ocasionó varios auto reproches de su parte, por no haber
podido hacer nada por ella. De su padre conocía los relatos que su madre a
diario le repetía sobre su apuesta figura y sus enormes principios humanos y
solidarios que poseía.
Los enfermos y pacientes la
amaban por esa sonrisa y el trato ameno que les regalaba. Siempre la palabra
justa, siempre ese momento dedicado.
María era su vecina y paciente
asidua del hospital, padecía su vejez a puros dolores y quejas y encontraba en
Rosalía el bálsamo diario a todos sus males, al igual que Jesús, jubilado
changarín, al que le conseguía las muestras gratis de los remedios para su
artrosis, y así una innumerable lista de personajes a los cuales Rosalía les
hacía más fácil la vida. También estaba ese hombre del cual nunca supo el nombre,
pero que todos los días le dedicaba unos minutos para conversar. Él estaba
postrado en una silla de ruedas pues le faltaban las dos piernas, muy desprolijo
en su cuidado personal, barba cana y pelo enredado por el viento y el tiempo,
ese tiempo que parecía vivir entre sus arrugas. En su pequeño bolso atesoraba
unos pocos harapos. Disimulado entre la gente, esperaba ese momento con
Rosalía, la que además de hablarle de sus cosas y su vida, le conseguía la comida
que le ayudaba sin dudas, a sobrevivir.
Todos los días parecían ser un
calco del anterior, la monotonía se rompía en sus días de franco en los que
aprovechaba para compartir con sus amigos y distraerse de su stress diario.
Ese fin de semana decidieron ir
a bailar, no tenía novio, un desengaño amoroso allá por los veinte hizo que le
pusiera pausa por el momento, al enamoramiento, así que divertirse le venía muy
bien.
Esa noche después de unos tragos
y varios cigarrillos, le pidió a su amiga Jackie ir juntas al baño.
-Qué bárbaro que lo estamos pasando. –Dijo Jackie. ¿Es que todavía no te
has dado cuenta de cómo te mira Rubén, eres tonta o qué…?
-Sí, me di cuenta…, pero en realidad por ahora no me interesa, además yo
no la estoy pasando demasiado bien…
-¿ Por qué, te cayó mal algo que dijimos…?
-No Jackie, no es eso. Yo no me siento bien, tengo un cosquilleo en el
cuerpo y una molestia en el pecho. ¿Me acompañarías a casa?, me quiero
recostar.
-Claro que sí Rosalía, llamo un taxi y nos vamos, ¿O le puedo decir a
Rubén que nos lleve?, ja ja…
-No amiga, por favor, no tengo ganas de aguantarlo, vamos solitas, sí…
Llegaron a su departamento y después
de sacarse las sandalias se tiró en el sofá, la cabeza parecía estallarle y esa
opresión en el pecho se hacía cada vez más aguda.
-¿Te traigo algo de tomar? –Dijo Jackie.
-No amiga, si no te molesta llama otro taxi y vayamos al hospital, está
de guardia Roberto, él sabrá
decirme lo que me pasa…
-¡Estás toda transpirada! -Exclamó Jackie. Aguanta diez minutos y estamos
allá.
Al entrar al hospital Rosalía se
desvaneció cayendo al suelo pesadamente ante la mirada de sus colegas,
enfermeros, y los pacientes de siempre incluido el de la silla de ruedas.
Todo el mundo allí presente
corrió en su ayuda. El camillero fue más veloz que nunca y en un suspiro estaba
en el consultorio.
Las almas sentadas en los
banquillos aguardaron en elocuente silencio la espera de alguna novedad. Las horas se
hicieron enormes, y aún así, nadie se movía de sus lugares.
Pasaron seis largas horas y por
la puerta vaivén del fondo, a tranco pausado y la cabeza gacha, se lo ve venir
al Dr. Roberto y sin que se dé cuenta estaba rodeado de preguntas ávidas de una
respuesta.
-¿Cómo está? –Preguntó María.
-¿Va a estar bien? –Preguntó Jesús.
-¿Qué tiene? –Preguntó el hombre de la silla de ruedas.
-Nada bueno. –Dijo el Dr. Roberto. Terminamos de hacerle unos estudios y
tiene una deformación congénita en el corazón y es intratable.
-¡Pero algo se debe poder hacer! –Exclamó María.
-En realidad, las expectativas no son muchas. –Dijo el Dr. Roberto. Urge
un transplante, y tiene que ocurrir en las próximas veinticuatro horas, de lo
contrario las posibilidades de muerte son muy altas.
El mudo silencio se adueñó del
pasillo tras los pasos de Roberto. Las miradas de todos se entrecruzaban
buscando una explicación. Despacio, cada uno volvió a retomar su lugar prestos
a empezar una vigilia.
Cada tic-tac del reloj era un
plomo cayendo desde las alturas. Menguó el día y las preguntas sin respuestas
seguían rebotando por los pasillos.
A pocas horas de cumplirse el
tiempo dicho por el Dr. Roberto, irrumpe corriendo otro médico y a los gritos
exclama - ¡Se consiguió el corazón para Rosalía!.
El asombro fue grande y
comenzaron las plegarias, la operación sería larga y complicada. Los ojos no se
despegaban del reloj mientras María ya le había dado varias vueltas a su
rosario. Por los pasillos no se movía nadie y la expectativa parecía tener
cuerpo.
Después de nueve horas aparece
el Dr. Roberto y antes de que lo ataquen, dijo:
-Salió todo bien, de acuerdo a lo que creíamos, solo resta esperar que el
pos-operatorio evolucione satisfactoriamente.
-¿Pero va a estar bien Doctor? –Dijo Jesús.
-Sí Doctor ¿Cómo va a estar? –Dijo María.
-Tenemos que esperar setenta y dos horas que es el periodo más crítico
para saber si el cuerpo acepta y es compatible al transplante, así que María…, seguí
rezando.
Los tres días estimados pasaron
y la suerte quiso que Rosalía evolucione favorablemente.
Cuando la noticia corrió por los
pasillos todos gritaron y saltaron de alegría, haciéndole llegar a ella ese
cariño.
Pasó una semana de la operación
y ella se sentía cada vez mejor, hasta parecía con las ganas reanimadas.
-¿Pasó ya el susto? – preguntó Roberto a Rosalía.
-Sí amigo y colega…ja ja. ¿Estuve cerca no?
-Sí, bastante cerca diría yo. De no haber sido por ese corazón que
apareció justo a tiempo, estaríamos hablando de otra cosa.
-Eso quería preguntarte, ¿Cómo fue todo eso?
-En realidad, estábamos esperando el momento justo para contártelo, que
te sientas bien y yo creo que este es el momento. Todo fue un acto de
solidaridad increíble hacia vos, nosotros todavía no salimos del asombro. La
verdad Rosalía, es que alguien se quitó la vida para donarte el corazón, sé que
suena terrible, pero es lo que sucedió.
El silencio se adueñó de la
sala y la mirada de ella expresaba todo lo que su interior sentía hasta que
explotó en un llanto en los hombros de Roberto.
-¿Quién era?, por favor dime. . .
-¿Recuerdas ese hombre de la silla de ruedas?
-¿No me digas que fue él?
-Si Rosalía,
parece que el hombre tenía un arma y con ella se quitó la vida para salvar la
tuya, al acudir nosotros ya no hubo más nada que hacer y en su mano tenía una
nota que decía “Mi corazón es para Rosalía”.
Los dos se quedaron mirando por un largo
instante, nadie parecía querer decir más.
-También dejó esto para vos. –Dijo Roberto, entregándole el bolso del
hombre donde guardaba sus pocas pertenencias.
Rosalía
lo abrió despacio hurgando con sus dedos el interior, extrajo dos medallas de
plata de las que otorga el ejército, en una rezaba la siguiente leyenda “Por su
valor extremo en combate” y en la otra “Soldado herido en combate”, siguió
buscando y halló una fotografía suya de cuando era pequeñita y en su reverso
una cita . . . , “Te dejo mi corazón, te pertenece”.
Osvaldo