La vida de Moris era como la de muchos otros, transcurría sin grandes
sobresaltos que no iban más allá de no llegar, a veces, a fin de mes con el
escaso salario que cobraba en la fábrica de zapatos, en la que hacía treinta y
cinco largos años que trabajaba.
De lunes a sábados era el
mismo recorrido, el mismo tren, el mismo banco. De memoria conocía cada dibujo
que yacía envejecido, en las baldosas del andén. En el viejo reloj a cuerda,
las agujas marcan las seis, pisa con su suela y la mirada su tercer cigarrillo.
El eco del tren le dice que un día más comienza. La rutina de su trabajo,
dejará seguramente, otra huella en sus curtidas manos.
El vaivén del tren remueve sus
recuerdos, esos que lleva colgados en su piel y que de tanto en tanto, le
arrancan una lágrima. El recuerdo de Elisa es muy fuerte, como fuerte es aún su
amor por ella. Han pasado diecisiete años de su muerte, diecisiete años que esa
maldita enfermedad la arrancó de su lado, tantos años preguntándose, ¿por qué?,
tantos años echándole la culpa de vez en cuando, a ella, por no haber cumplido
su promesa.
- ¡Me lo prometiste Elisa!... (Se decía para sí), me prometiste amarme
por siempre y te fuiste, me dejaste solo en la compañía de tu recuerdo, y ya no
sé qué hacer con él.
La rutina le pasaba por al
lado, solo ese goteo constante del recuerdo de su amor lo mantenía vivo. A
veces, mirándose las manos sentía que en sus yemas aún yacía la suavidad de esa
piel.
El silbato sonó a las dieciocho,
era el final de su jornada y el comienzo de su vuelta a casa. El cigarrillo se
hacía cada vez más ácido en su boca, pero él sentía el placer de su compañía
mientras esperaba el tren del regreso. Su mirada a menudo se perdía entre los
árboles de la estación mientras masticaba el cansancio de sus huesos.
Por el rabo de sus ojos
observo como de la portada del andén se dirigía a su banco esa mujer. Clavó en
ella su mirada y en esas treinta baldosas que los separaban, la imagen de Elisa
lo inundó. El modo de caminar, sus formas, su pelo alineado, que llegaba al
borde de sus hombros, esos labios prolijamente rojos y esos ojos negros como el
basalto, que adornaban ese rostro perfecto.
-No puede ser… (Se dijo), ¡es ella..!. Debo estar enloqueciendo.
-Perdón…, buenas tardes… ¿me puedo sentar...?
Esa voz recorrió cada poro de
su cuerpo y sus vellos se erizaron como poniéndose en guardia. Sostuvo el
aliento, hasta poder contestar.
-Sí…por supuesto…, siéntese. ¿Viaja…? ...no la he visto nunca por aquí…
La sonrisa de Elisa parecía
haberse adueñado de esa boca.
-Si…, es que soy nueva por estos lugares… ¿y usted…?
-No…yo no… hace treinta y cinco años que hago este recorrido, trabajo en
la fábrica de allí enfrente y voy tres estaciones más adelante. ¿Y usted, que
hace por estos lugares…?
-He venido a buscar a alguien pero aún tengo que esperar un poco.
Le costaba entablar una
conversación porque el asombro, le anudaba la lengua.
Sin darse cuenta el tren había
arribado y estaba a punto de emprender la partida, sonriéndose los dos, a las
corridas lo abordaron, y el destino quiso que hubiera dos asientos vacíos
juntos. Allí continuaron la charla que habían comenzado.
-Así que a buscar a alguien, que interesante… ¿algún familiar…?
-Algo así…es muy importante para mí…., pero no hablemos de mí, cuéntame,
aparte de hacer zapatos ¿qué más haces…?
-Nada que merezca contarse…, vivo solo con una mascota, que seguro me debe estar esperando para que le dé
de comer.
-¿Y por qué solo…? ...alguien como tú, con seguridad es merecedor de una
buena compañía, pareces un buen hombre, se nota en tu mirada, tus manos también
dicen que eres trabajador, ¿por qué has elegido la soledad…?
-Es que yo no la elegí, sin quererlo se enamoró de mí hace diecisiete
años y desde entonces es mi compañera.
Un esbozo de sonrisa surcó sus
labios a la vez que una lágrima amagó a salir de sus ojos. Hablando con esa
mujer, que tantos recuerdos le traía de su Elisa, era igual, y no podía creer
la situación de estar compartiendo con alguien así, sus recuerdos. Siguieron
conversando, pero el devenir de la marcha del tren le estaba marcando el final
de su recorrido.
-Bueno…, yo bajo aquí, vivo a tres cuadras… ¿Nos volveremos a ver…?
-Sí…con seguridad que nos encontraremos de nuevo…Adiós…
En esa sonrisa y en esa
mirada, sintió una caricia.
-Adiós…
Se quedó parado a dos pasos de
la formación mientras la veía partir y saludaba un poco tímidamente, aquel
rostro que detrás del vidrio le sonreía. Taciturno, sin encontrar alguna
respuesta de lo ocurrido, caminó esas tres interminables cuadras con la imagen
de esa mujer que le daba vueltas en la cabeza. Recordó cada una de sus palabras
y en cada una y en cada gesto, estaba la imagen de su amor, su Elisa.
Le costó embocar la llave en
la cerradura, al abrir la puerta su gata
lo estaba esperando, y en el ronroneo parecía decirle que lo extrañó. Calentó
la comida que le había sobrado de la noche anterior y se sentó a comer y
degustar el vino que todas las noches lo acompañaba antes de irse a descansar.
Hoy no encendió el televisor…, prefirió el silencio. La comida se hizo ancha en
su boca, no tenía apetito, la convidó a su gata mientras le acariciaba la
cabeza.
Salió al patio a fumarse un
cigarrillo y entre la niebla del humo y el maullido de gatos por los techos que
le ponían un marco a su soledad, miraba las estrellas, buscando la que más
brillara, pues ahí estaba ella, tal vez para entre esas conversaciones
nocturnas, preguntarle una vez más por qué no había cumplido esa promesa de
amarlo por siempre.
-¿Cuánto más te lloraré Elisa…? ...¿Cuánto más debo esperar para verte…?
Las sombras ganaron su espacio, era hora de dormir, mañana lo esperaba
otro día igual a todos los días. Pero muy dentro suyo ansiaba volver a ver esa
mujer, y como nunca deseó que las horas corrieran rápido.
El despertador como siempre
sonó temprano y su gata a los pies de su cama le daba la calidez de un saludo.
Desayunó de prisa y salió más temprano que tarde rumbo a la estación. Esta vez
fueron cinco cigarrillos que lo separaron de la llegada del tren. La rutina del
trabajo fue hecha de memoria y al sonar el silbato ya estaba casi a las puertas
de la fábrica. Corriendo llegó al andén y se sentó en el mismo banco que fue
testigo de su soledad por tanto tiempo, esperando sin reconocerlo, la llegada
de esa mujer.
Sus manos transpiraban nervios
y uno a uno los cigarrillos se consumían. Los minutos de espera eran eternos en
su ansiedad. Se le nubló la vista y un ardor profundo pareció quebrarle el
pecho. Sus manos casi sin fuerza apretaban lo que parecía iba a estallar,
faltaba el aire…, faltaba la vida.
Se vio parado a cinco pasos de
su banco, observando como un grupo de personas lo trataban de reanimar. Su
desgarrado corazón no quiso seguir latiendo. Atónito, presenciaba su muerte.
Entre esa incertidumbre, la
vio llegar…, hermosa como ayer, a la misma hora, entrando por el mismo portal.
Cruzaron las miradas y ella
caminó hacia él…, eran treinta baldosas que esperó en silencio. Ella le
acarició el rostro y él impávido la miraba.
-Moris…, soy yo, Elisa…, tu Elisa…
Sintió que sus pies pisaban el
aire y que el peso del dolor, ya no existía.
-¿Como que eres Elisa…? (y estalló en un llanto).
-Sí amor…, soy yo…, he venido a buscarte…
No encontraba palabras, no
encontraba respuestas, solo balbuceaba entre lágrimas.
-Tanto te he esperado… ¿por qué me dejaste solo…?
-Nunca estuviste solo Moris, yo siempre estuve contigo…, ven…, ven
conmigo amor mío. Yo nunca rompí la promesa, eternamente serás mi amor.
Se fundieron en un abrazo y
desaparecieron entre la gente que hablaba y gesticulaba por la muerte de ese
hombre en el banco de la estación.
El silbato del tren retumbaba
en el andén, y todos los demás…, siguieron con sus rutinas.
OSVALDO